La mañana en que llegaría a la escuela de Milpo, mamá y mi hermana Nora debieron levantarse muy temprano, a las seis y cuarto me despertaron y el desayuno estaba listo, mama me uniformó, alistó mis útiles en un bolsón, siendo poco antes de las siete de la mañana, acompañado por papá, partimos para la escuela.

—Cuidadito que me hagan quedar mal —dijo mamá—, Cuando lleguen saluden a los profesores fuerte y claro.

Caminamos durante una hora para llegar a la escuela, pasé cuatro veces riachuelos, la última era la más grande y se hallaba muy cerca de la escuela; la escuela se ubicaba a cinco metros del camino grande de herradura y a uno treinta metros de la orilla del riachuelo; más arriba en la falda, unas ocho casas exagerando, sin ningún orden, una de ellas era la única cantina del pueblo de Milpo.

Debimos llegar a las ocho de la mañana, era un día soleado, ya estaban formados de chico a grande, me sorprendió ver alumnos jóvenes que me parecían adultos; a mediados de año, y todos los años ocurrió así, en una de las redadas que tenía por nombre batida los militares se llevaban a buen número de ellos.

—Saquen su sombrero —dijo Papá— para que entren a la formación.

Papá converso brevemente con los dos profesores, les estrecho la mano y se regresó; Los profesores nos colocaron a nuestras respectivas filas.

El profesor sacó a varios a recitar poesía y cantar, muchos de los artistas terminaban llorando a la mitad de la tarea, a otros les salían gallos que desternillaba; supe después que, todos los lunes, a los de cuarto, quinto y sexto; les sacaba aleatoriamente, en todo momento tenías que saber una poesía y una canción; estando en cuarto debuté cantando y en vez de cantante, yo creo que era un payaso, entre los forzados aplausos volví a la fila limpiando mis lágrimas.

El aula escolar estaba construido con materiales del lugar, paredes de tapial, veredas con piedra laja, techo de paja. El salón de tapial era amplio, piso de tierra, tarrajeado con barro y paja, enjalbegado con arcilla blanca, que al menor rozamiento pintaba la ropa; la pizarra era una franja de la pared de extremo a extremo, tarrajeado con cemento y pintado de negro; El mobiliario escolar tenia diseño minimalista, enormes mesas largas de madera rustica, las bancas eran tablones clavadas sobre dos troncos de madera rolliza, se acomodaban en dos filas, dejando un gran corredor en el centro y un poco más estrechos a los costados.

Los que llegaban más de las ocho de la mañana, no se atrevían entrar a la formación; tenían oportunidad de hacer fila en el patio para dar vueltas emulando a los patitos, la primera vez que me toco ser patito, mis músculos me dolían, quise pasar de listo y me caí para apelar a la misericordia del profesor, con un par de látigos en el poto me inyecto energía.

—¿La próxima vez te levantarás temprano? —Pregunto.

Le conteste afirmativamente y complete ágil la vuelta veinte, las veces que me toco ser patito, nunca más apele a la benevolencia del profesor.

—¡Silenció! —grito el profesor—, aquí hay cabras o que. Los chicos adelante, los grandes atrás, mujeres a la izquierda, varones a la derecha.

Ese año, la escuela de Milpo, no se esperaba tantos alumnados procedentes de Angas; nos acomodamos como sardinas, no había espacio en la mesa, ni siquiera para poner el otro brazo, copiabas las clases como podías.

—¿Trajeron las motas que les pedí?

Esa pregunta era de todos los inicios de año; los alumnos los llevaban de diferentes colores, pero básicamente eran de dos formas; un trozo rectangular de pellejo de oveja pegado en una madera y un pequeño cojín rectangular con asita, que, más parecía una carterita de juguete; una por una, todas ellas tenían una muerte lenta en la pizarra.

En la parte de detrás del aula, noté que había tablas del tamaño de un cuaderno grande, que tenían chapitas clavadas con la parte filuda hacia arriba. Más adelante, descubrí que uno de los castigos era arrodillarse allí, y generalmente los alumnos más viejos llegaban allí.

La escuela constaba de dos aulas, un profesor de primero a tercero y otro de cuarto a sexto; cada profesor hacia dos clases distintas, en la misma aula, partiendo la pizarra por la mitad, para primero y segundo – tercero; cuarto y los últimos quinto y sexto.

Tuve tres profesores en la primaria, Víctor que vivía en el pueblo, que enseñaba a los tres primeros grados; Aparicio el director enseñaba a los tres últimos grados, raras veces se quedaba en el pueblo, regresaba a su casa a dos horas de camino. Víctor se fue cuando estuve a medio año de sexto; vino una profesora mujer que solo recuerdo el nombre de su hija, no sé porque, el profesor Aparicio tomo los tres primeros y dejó los tres últimos grados a la nueva profesora. El último medio año la pase muy bien con la profesora, que lo contaré más adelante; por cierto, mi papá a la profesora lo bautizó como “Mantachi” cuando le pregunté qué significaba, «Es que es una Mantachi». Dijo.

El profesor Víctor, no era alto ni chato, crespo, mestizo con fisonomía tendiendo a rasgos de la gente de color, algo entrado en carnes; vestía muy formal, camisa pulcra con cuello almidonado, una casaca de tela que le quedaba muy bien, su calzado lustrado a la usanza militar. Voz de locutor, en general era una persona muy simpática en sus maneras de ser. Le gustaba que le regalaran huevo de gallina de chacra; cuando lo recibía, tomaba uno y le hacía un agujero por un extremo y lo ingería crudo.

Aparicio, al que mi papá admiraba por su sacrificio y dedicación y lo criticaba por no usar caballo; Vivía a dos horas de caminó de la escuela, pero para mis pasos eran cuatro horas, lo comprobé cuando fui a concursar y nos hospedamos en su casa. Ya entrado en años, alto, flaco, una calva al que protegía con pelos de los costados, colorado y algo curtido por el trajín, de gran frente, usaba camisa manga larga a cuadros, pantalón jean. Sus zapatos nunca los vi limpios, salvo en las actuaciones cuando asistía los padres de familia. Con facilidad perdía la paciencia, le teníamos respeto único por miedo. Los padres de familia, a él le encomendaban para enderezar a las plantitas que se torcían.

—Si se porta mal mi hijo —le oí decir a muchos—. Me los das sin asco, te voy agradecer.

A la Mantachi, digo a la profesora mujer del último medio año, la recuerdo vestida casi a la usanza de ama de casa. una falda sencilla, una blusa con adornos que parecían ser del virreinato, una chompa abierta. Flaca, algo bajita, cabello recogido y una sola trenza atrás. Tenía una hija que se llamaba Sandra, tendría mi edad.

Mi hermana Nora nos acompañó hasta cuando yo estuve cuarto; ella era una niña que tenía un comportamiento de mujer adulta, muy responsable, a su lado no estaban permitido los malos comportamientos, cargaba los fiambres que comíamos juntos al medio día; cuando comíamos como un cerdito, nos resondraba y se avergonzaba frente a sus amigas, que también hacían papel de adultas cuidando a sus menores.

El horario. Entrada a las ocho, un recreo de quince minutos a las diez; un receso de doce a una y media y salida a las cuatro y media de la tarde.

En los tres o cuatro primeros meses, había leche en polvo proveído por el estado; el profesor mandaba preparar a las alumnas, que lo preparaban como jugando. Cargábamos nuestras tazas, cuchara y algo de azúcar. Recibíamos nuestra taza de leche que lo acompañábamos con maíz tostado, asado de papa, alguna harina, tocos o chuno sancochado.

Un día, la leche sobro mitad de olla, muchos pocillos fueron derramado a medio consumir; yo acabé mi ración y pedí aumento; una hora más tarde en el aula el profesor saco adelante a un alumno, le mando arrodillarse en las chapas, y descargo toda su furia a latigazos.

—Ahorita te me vas y lo sacas —le grito al oído—, y mañana me vienes con tu padre.

Más tarde me enteré que la victima de los latigazos, aguas arriba, había echado un perro muerto al rio con el que hirvieron leche en polvo.

Una vez al mes, mañana o tarde, según se le antojaba, el profesor destinaba a cortar paja, que servía para cocinar la leche del medio día.

No recuerdo, ni los cursos que llevé. Solo sé que, en sexto me la pasé muy aburrido, los conocimientos que te evaluaban en sexto, eran los que yo me los aprendí en quinto; vale decir que hice dos años quito o dos años sexto, da igual porque la clase era una sola para ambos: Saber leer, escribir dictado, las cuatro operaciones básicas y la tabla de multiplicar de memoria hasta doce.

Todos los años, dos alumnos de cuarto, quinto y sexto; participaban en los concursos de conocimiento inter-escolares; representé a mi escuela en los tres años, en cuarto fuimos los dos con Nora, ella debió representar sexto y yo cuarto.

No me acuerdo de los detalles de lo académico en la primaria; De una cosa, siempre estuve seguro, tanto como que, por mis venas corren sangre. Que de grande sería ingeniero. En la primaria, ni siquiera supe lo que significaba la palabra ingeniero, solo estaba seguro que sería un ingeniero. Así, cuando alguien me peguntaba ¿Que vas ha ser de grande?, respondía como un autómata: «Ingeniero». No me acuerdo, como me nació y se volvió natural en mí, decir sin reflexión la palabra ingeniero.  Según me dijo mi padre, cuando tuve cuatro años, don Salome Matos —que Dios lo tenga en su gloria—, le dijo. «Ese niño va ser ingeniero y te acordaras de mí».  Y supongo que mi padre de alguna manera sembraría esa idea en mi subconsciente, por ello es que; cuando alguien me preguntaba por mi profesión, no respondía conscientemente, una irreflexiva respuesta venia de mis adentros.

También de otra cosa es que estoy seguro, lo inferí por mi desempeño académico de la secundaria y mi comportamiento en mi estudio superior; No me interesó destacar en lo académico, y probablemente haya sido el mismo en la primaria; por el hecho de haber representado a mi escuela en los concursos no quiero creer que fui el mejor. Porque, hoy juzgo que, la nota académica no es determinante en el éxito de concretar una meta.

Recuerdo ciertos detalles que ocurrieron cuando estudiaba en la primaria. La vez que mi hermana Nora dio una prueba de valor frente a un joven que quiso amedrantar con cuchillo. La vez en que pasé callejón oscuro. La vez que, por orden del profesor, comí mi fiambre que era maíz tostado emulando a una gallina. Cuando por vez primera ingerí chinguirito y me dormí cual un cerdo en la paja seca de trigo. Cuando observamos escondidos el debut de una joven en el sexo. Cuando me enamore de la hija de la profesora. Cuando fui a concursar en sexto, viví una de las terroríficas experiencias de mí niñez.

Antes de referirme a los pasajes, es menester conocer las edades de los estudiantes en la escuela de Milpo. La impresión que tengo es que, en la escuela, estudiábamos desde los seis años, y probablemente hasta los de dieciocho, un poco más o un poco menos en el límite superior. Esto lo puedo inferir de los sucesos que ocurrían allí. Los cachacos como los llamaba mi papá, llegaban haciendo batida todos los años y se lo llevaban a muchos estudiantes para el servicio militar, de hecho, en este grupo estuvieron los mayores a diecisiete años, de otro modo es imposible. Otros se escapaban de la escuela como lo decían allí robándose para regresar en un par de años con un hijo, era común este actuar de robar a la chica. Algunos tenían fama de cuatreros, los alumnos murmuraban a sus espaldas.

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Nora, ya había partido al colegio, nos quedamos los dos con mi hermano Hugo.

Una mañana, un grupo alumnos, uno de ellos que fungía de líder me llevaban por lo menos por cinco años, todos paisanos de Angas, me esperaron cerca de la escuela.

—El profe Aparicio dice está mal —dijeron— ha mandado avisar que no vendrá a la escuela.

Me propusieron simular que estuvimos en la escuela e irnos de pesca y a la tarde llegar a casa con total normalidad; la idea me encantó y nos fuimos a pescar. Al día siguiente, los mismo me esperaban antes de la escuela, me condujeron a una parte alta, miramos la formación, en vez de varias filas, había dos filas largas.

—Los chismosos nos han tirado dedo —dijo uno de ellos—, Nos están esperando para el callejón oscuro.

Planeamos esperar a que entraran al aula, simular llegar tarde; realizar la acostumbrada marcha del patito e ingresar a clases. El tiro nos salió por la culata. Ni bien llegamos a la escuela, el profesor nos condujo al patio, mando formar dos filas, ordeno a los varones que sacaran sus correas, nos quitó nuestras correas y se las dio a las mujeres, el mismos también se puso a la fila.

—Al que tenga compasión —dijo el profesor—, a el mismo le hago pasar callejón oscuro.

Uno por uno, pasamos corriendo por medio de la fila, mientas nos caía latigazos por todo el cuerpo; cada uno con su técnica, la idea era recibir la menor cantidad de latigazos, uno avanzó dando brincos al estilo caballo y al caer le fue peor.  El peor de los latigazos me llego por la mitad de la oreja con la punta terminando en mi cuello, huella con el que mi padre descubrió mi pilatuna del día anterior; abrigue la esperanza a que me perdonará considerando que ya había pasado un callejón oscuro. En el acto me tomo por el brazo, y con la otra mano saco su correa; me arrodille en el acto y le suplique diciendo que nunca más haría una cosa así. Las correas de mi padre son las que me dolieron en doble de la mañana

—Yo no pude educarme —dijo—, y me sacrifico para que tu algún día llegues a ser algo, y no te quedes como yo.

Mi madre intervino, me rescató y sollozó; después de un tiempo, mi padre formo una visera con sus manos y se lo puso en la frente, movía la cabeza de un lado para otro y lloraba mucho.

—Ay, ¡criatura! —dijo—, tú mismo te lo buscaste.

Mi madre me contó que, mi padre al quedar huérfano a los ocho años, abandonó la escuela en tercer grado de primaria; cuanto deseó educarse y no pudo. «Ahora lucha por ustedes». Dijo.

Recuerdo que mi padre me castigo en dos oportunidades; la segunda fue cuando comprobó que me robe un anzuelo. Mi madre me mando en mis abuelos maternos a pedir prestado azúcar, al llegar mientras que mi abuelo subió a la buhardilla a sacar azúcar vi una caña de pescar, lo revise y tenía doble cuerda y anzuelo, tome uno.

Había un lugar donde el agua entraba por una especie de túnel, era muy conocido por albergar truchas grandes. Amarre mi caballo, cebé el anzuelo y me arrastre sigilosamente a la boca del túnel y tendí el anzuelo; para mi mala suerte atrape dos truchas grandes.

Llegué a caca feliz, además de dos kilos de azúcar, también entregué dos kilos de trucha; me preguntaron cómo había atrapado la trucha.

—Con anzuelo. —Dije.

Papá me sonsacó todo, lo advertí y me escape, corrió a mi tras; de bajada le saque ventaja, cruce el rio.

—Zamarro, sigue corriendo —grito—, donde sea te alcanzo.

Pensé que en subida le sacaría más ventaja, mala elección, me atrapo. Cuando lo hizo, estaba hirviendo de cólera, me agarro por la pierna y me arrastro de vuelta unos treinta metros. Grite escandalosamente, opto por hacerme para y mientras me conducía de vuelta.

—Si a esta edad comienzas —dijo—, que serás de grande. Carajo, acaso nunca has probado una trucha o te hago hambrear.

Llegado al rio, me zampo al agua, al primer latigazo pensé que el cuero era acero, al segundo pensé que no soportaría al dolor; me recordó que estaba orgulloso de labrar la tierra, de vestirse modestamente, de tomar el agua y la mazamorra sin dulce, …. todo para que nosotros aprendiéramos a valorar el sudor; me hizo jurar que nunca tomaría cosa ajena.

—La próxima vez —dijo—, te corto la mano.

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En una de las épocas, Mama y Papá se fueron de cosecha a su otra chacra en la quebrada, Nos dejaron solos para asistir a la escuela; me comisionó para preparar el desayuno, me llevo a la cocina, me enseño la papa para el caldo, pelada y picada remojada en agua y todo lo demás; al quedarme solo, no comí la cena que mama me dejo envuelto, me prepare una cena especial, preparé ponche de huevos que al final parecía mostaza, hice panqueque de harina; también hice  láminas de azúcar quemado para venderlos en la escuela; pero esa noche dormí muy mal por la diarrea que comenzó media hora después de haber cenado. Los vómitos de mi hermano me asustaron, había que parar la diarrea con la fórmula de la abuela; oriné en una botella, di el ejemplo de valor a mi hermano, felizmente los secretos de la abuela funcionaron a la perfección.  Me quedé dormido, sumado a ello, dos perros habían vuelto y no estaba en el plan preparar la comida para ellos; No teníamos ganas de desayunar, solo sed. y los ricos panqueques que sobramos a la noche, le dimos a los perros.

Llegamos tarde, marchamos como patitos en el patio, antes de ingresar pedí permiso para orinar, mentira, era para tomar agua del rio, ingresamos al aula; el hambre antes del recreo me jugo una mala pasada, el profesor advirtió, que alguien disfrutaba de maíz tostado, se volvió hacia nosotros, miro en silencio, me quede sin masticar.

—¿Quién es ese chancho? —dijo—, todos abran la boca.

Al minuto ya estaba adelante, me ato las manos atrás, me indico que me arrodillara; me prepare para el látigo. Mas el profesor no saco su látigo, sino, busco en mi bolsón y saco la bolsita de maíz tostado, tomo un puñado y lo desparramo delante mío, me obligo a comer cual una gallina, las emboqué todas, pero no las mastique, cuando termine de recoger todo el maíz, tenía la boca llena de maíz y tierra.

—Váyase a lavar la boca —dijo—, la próxima te obligo a tragar.

Creo, en adelante nadie oso a comer fiambre a escondidas en el aula.

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Con fines de recaudar fondos, una vez al año, la escuela organizaba un festival deportivo; se jugaba fulbito y vóley y se vendían viandas a los visitantes. Se formaban la comisión de chasquis que viajaban en pares a los diferentes pueblos a llevar los oficios de invitación; en una de ellas integré uno; nos tocó ir a Cochamarca, nos dio viáticos para el almuerzo.

—Con cuidado —dijo—, por la tarde cada uno de frente a su casa.

Nos asomamos a las cercanías de Cochamarca, al promediar el medio día, oímos orquesta en vivo, nos alegramos.

—Están de fiesta papacito. —Dijo mi compañero.

Entregamos el oficio al director del centro educativo, comisionó a un alumno suyo, que nos llevó a un mayordomo de la fiesta y nos sirvió locro. Debimos emprender el viaje de vuelta a casa, nada de eso, andamos siguiendo a la orquesta y banda de músicos; siendo las cuatro de la tarde estábamos para regresarnos y comenzaron armar los juegos artificiales.

—Mira —dije—, están armando el castillo.

Nosotros observamos intrigados el proceso, serían las siete de la noche cuando los pirotécnicos terminaron de montar la torre de fuegos artificiales. Cenamos pan con chicha de jora. No me hice ver con mi tía que vivía en el pueblo, por temor a que me mandaría a dormir temprano y me privaría del propósito por el que me quede.

Siendo las diez de la noche comenzó el contrapunteo de las bandas en la plaza del pueblo, abrigados con poncho, cubriendo parte de nuestra cabeza, oreja y cuello con nuestra bufanda; en algún lugar de la plaza esperábamos la media noche bebiendo chinguirito; la hora llego, alegres observamos la quema de los fuegos artificiales, finalizado el espectáculo, borrachitos, sin un céntimo, abrazados errábamos por alguna callejuela.

—Si morimos —dijo mi compañero—, morimos los dos.

No me atreví ir en mi tía, por juzgar mi condición de ebrio, y por no abandonar a mi compañero; pero el frio y el sueño me obligó a merodear cerca de su casa, paso un señor adulto.

— Mocosos —dijo— vayan a dormir.

Entre a hacer el dos al corral de mi tía, grande sería mi sorpresa al hallar una choza llena de paja seca de trigo. Ni siquiera lo consideramos, nos alegramos de nuestra suerte, colchón y frazada natural, apenas unos minutos duré despierto, nunca hallé un sueño tan reparador.

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Como mencioné, había escolares entrados en edad, una de las señoritas tomaba la misma ruta de regreso que nosotros; un joven ajeno a la escuela, mayor que ella comenzó a cortejarla; caminábamos en grupo. Una tarde, un joven con poncho negro se hallaba recostado un poco más arriba del camino, no le prestamos importancia; más cuando tres tardes seguidas lo vimos en el mismo lugar, la cosa nos pareció sospechosa, en una de esas tardes se atrevió a hablar.

—¡Elvira!

Los mayores del grupo lo celebraron, comenzaron a fastidiarle, Elvira tenía el rostro arrebolado, agarro una piedra y le tiró despacio a Eugenio.

—Asqueroso eres. —Dijo.

La siguiente tarde, ya no fue «Elvira», sino, «Elvira, un ratito, tengo un encarguito para ti»; esta vez la celebración fue mayor, y Elvira se enojó en serió, le correteó a Eugenio, mas no consiguió tomarlo. El galán se ausentó un par de semanas y volvió a la caza con su habitual técnica, «Un encarguito», «Solo un minutito»; en una de esas, cuando ya estábamos lejos se escuchó un grito fuerte «Te quiero». No osamos reírnos, porque Elvira se lo tomaba a mal y varias veces jalo patillas a los chicos y a los grandes les correteaba a pedradas. Lo miré subrepticiamente, estaba coloradita.

—Le voy decir a mi Papá —dijo—. Asqueroso, que se habrá creído.

El bandido se tomó un descanso, como un mes, pensé que la cosa quedo en nada; más cuando una tarde, Elvira se retasó del grupo; Eugenio lo intuyó.

—Se cree pendeja. —dijo—, hay que hacernos al tonto.

Por estratagema de Eugenio, caminamos simulando no percatarnos del retraso. La curiosidad me gano y volteé.

—Camina normal sonso —me dijo—, se va dar cuenta. Sigamos, sigamos, ya está llegando al rio.

Eugenio al igual que nosotros caminaba mirando hacia adelante, no logré descubrir en que momento volteaba a mirar atrás, «Elvira está en el rio, toma agua con la mano, se está lavando la cara», nos narraba lo que estaba ocurriendo. De pronto se detuvo.

—¡Ya vez! —dijo triunfante—, se lo dije o no.

Miramos atrás, el galán de poncho negro salió de su escondite y fue directo hacia Elvira; supongo que ella descubrió que la observábamos; correteo a pedradas al galán y se vino rápido, el cazador seguramente sin entender las pedradas le siguió un tramo, pero con tantas pedradas de Elvira desistió de su propósito y se regresó y Elvira siguió avanzando.

—Si mamacita —dijo Eugenio—, mucho te creo.

El galán volvía a su empresa aleatoriamente; sin embargo, descubrir los días de su cometido era fácil; Elvira tenía su técnica de quedarse atrás, un día se iba a la tienda, otro día se quedaba hablando con el profesor, hasta se le ocurría ayudar a las pastorcitas que regresaban al pueblo. Pasado un tiempo perdió vergüenza, ya no le interesaba que la miráramos, se sentaban juntos con el tipo, hasta se abrazaban. Eso sí, se venía antes que asomáramos la punta, para comunicarnos que no hacía nada más; también supimos que su nombre era Javier; un día en el receso de medio día, se lo llevo a la tienda a Eugenio; esa tarde nos mostró queques, caramelos y gaseosita en bolsita.

—Al que aguanta maratón hasta la punta —dijo Eugenio—, le regalo un queque y una gaseosa.

Me esforcé, por aguantar hasta la punta, sin embargo, Eugenio no dejaba ningún rezagado, les animaba y él venia atrás, no tarde en descubrir el soborno; llegamos a la punta en equipo, nos dio nuestro premió. Le malogré el negocio, me senté a disfrutar mi sudor, me tardé tanto tiempo como pude; como era listo, no tardo en descubrir mi intensión.

—Pendejo te crees —dijo—, no jodas pe huevon.

—¿Se lo va robar? —Le pregunte.

—Nada huevon, ese pendejo de Javier.  Se lo quiere tirar.

Cuando me di cuenta, Elvira ya se venía sola y Javier se regresaba. Al medio día siguiente, Javier le llamo a Eugenio, los observé subrepticiamente y ambos discutían. Eugenio vino a mí.

—Todo por tu pendejada huevon. —Dijo.

—Si quiere —dije—, para toda la mancha pe.

Eugenio, fue a negociar nuestra alcahuetería; ese día almorzamos en la tienda, biscochos con leche enlatada. Chicles y caramelos para el bolsillo.

Esa tarde, Elvira con su estratagema de quedarse atrás, Javier en su escondite, y los maratonistas comprados éramos seis. Llegamos a la punta, tres chibolos continuaron.

—Ya chibolos avancen —Dijo Eugenio—, Yo con Prospero vamos dar una vueltita por allá.

—Si Pushpe va —dije—, yo también voy.

—Pendejito eras no chibolo —dijo Eugenio—, Ya que chucha vamos.

Caminamos fuera del camino, buscamos un lugar de donde se podía avistar el área del encuentro, hallamos una guarida natural con paja crecida, nos escondimos y comenzamos a mirar furtivamente.

Cuando logramos verlos, Elvira había abandonado el rio y avanzaba por el camino, Javier lo acompañaba abrazado, por ratos forcejeaban, Javier aprovechaba para ciertos tocamientos en zonas estratégicas, y ciertas simulaciones; Elvira resistía y contra todo pronóstico avanzaba.

—Nada chibolo —dijo Eugenio—, Elvira no se deja.

Casi a media cuesta, muy cerca de donde nosotros nos guarecíamos, Javier hallo un lugar propicio para su empresa, tomo por la mano a su presa y lo jaloneaba, ella luchaba con todas sus fuerzas, pero metro a metro el otro lo arrastro. Llegado al lugar, por un momento, seso la resistencia; Javier con todo su arte comenzó el precalentamiento, ella se afanada en defenderse; por fin logro tumbarla.

—No mires chibolo —dijo Eugenio—, se lo va tirar.

Hubo mucho forcejeo en el piso, Javier no perdió terreno, no la dejo levantarse, con mucho esfuerzo logro posicionarse como misionero; ella dejo de luchar y lo abrazo.

—Ya se deja. —dijo Pushpe.

Ella parecía estar complacida en la posición, más cuando la mano de Javier recorría por debajo de la cintura, se resistía a mas no poder, tanto sufrir Javier logro tomar la prenda de la última frontera y no dudo en arranchárselo. Cuidando lo ganado, otro sufrir para que el mismo quedara listo, porque ella quería desistir. Cuando el contacto ocurrió, ella ya no ofreció resistencia, abrazo y acaricio el cabello del misionero. Aproximadamente al minuto dio un quejido lastimero que se oyó claramente.

—Le rompió el pito —dijo Eugenio—, deja de mirar chibolo.

Transcurridos dos meses, Elvira salió en cinta, se retiró de la escuela, y se fue a vivir con Javier.

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El sexto grado transcurría aburrido, como lo mencionara, era una sola clase para quinto y sexto, estando en quinto lo absorbí cual una esponja, y todo me era conocido, imagínense que hasta los dibujos eran los mismos. Después de medio año con la llegada de Mantachi y su hija se puso interesante.

En julio de aquel año, el profesor Victor se fue; en su lugar llego una profesora que no recuerdo su nombre menos su apellido; en cambio, recuerdo muy bien el nombre de su hija.

Cuando el profesor Aparicio, se ausentaba por su cargo de director; Mantachi hacía de la suya; por ejemplo, una tarde dejo muestra en la pizarra a los alumnos y saco a los mayorcitos; los mandaba a cortar paja para llevarlos a la casa donde vivía, cargar agua con bidones de un puquial; yo no sé cómo hacía para estar en ese grupo de mayores. Una tarde, una espina se incrustó en la mano de su hija Sandra, la niña supongo era de mi edad; me ofrecí para sacar la espina, cuando terminé, los demás alumnos con silbidos y carraspeos comenzaron a fastidiarme con Sandra, la profesora se unió a la chacota y reía a gusto.

—¿Con que Edwincito no? —dijo—. A tu edad, como serás de grande.

Cuando salía al medio día, después de comer mi fiambre, rondaba furtivamente cerca de la casa de la profesora, en una de esas, la profesora me descubrió y me llamó; Obedecí, me condujo abrazado a su casa, caminé asustado, pensé que me castigaría por acosador, al pasar.

—Sandrita —dijo— Edwincito ha venido a visitarte.

No creo que supiera que yo estaba enamorado de su hija, o tal vez solo seguía el juego por considerarlo inofensivo. Mi invitó su almuerzo. Me sonsacó muchos datos.

—¿Te gusta mucho pescar?  —pregunto.

—Si.

—¿Y hay mucha trucha por aquí?

Le confirmé lo de las truchas; además de ello, le aseguré que era experto en el arte de la pesca a mano y con caña, y en esto no me alagaba para nada, decía la verdad. Le propuse que, traería mi caña de pescar, si me daba permiso de una hora, yo podría regalarle varias truchas. La mañana siguiente llevé mi caña de pescar, Eugenio me descubrió cuando lo enterraba en la arena.

—¡Soncito eres no? —dijo— como se te ocurre esconder aquí.

A media verdad le conté de mi proyecto, mi argumento fue, que en medio día iba pescar y venderle truchas a la profesora.

—¿Le vas a vender a la profesora? —pregunto—, o le vas regalar a Sandrita.

Después del recreo de media mañana, nos escapamos; desde las once de la mañana hasta las tres de la tarde pescamos como ocho truchas. Mi plan era regalarle la mitad y venderle la otra mitad, Eugenio separo las truchas, cinco grandes y tres chicas.

—Ni huevon —dijo—. Estos cinco le vendemos, estas tres chiquitas está bien para tu Sandrita.

En la tarde le aborde a la profesora, según lo planificado, logramos venderle los cinco. «Mi pata —dijo Eugenio— tiene un regalito para Sandrita». La profesora le pareció muy gracioso y llamo a Sandrita, le regale las tres truchitas. Nos fuimos a la tienda, compramos golosinas y sobramos algo en el bolsillo, lógicamente Eugenio me convencía para quedarse con algo más.

—Quien como tu chibolo –dijo Eugenio—, Tu suegrita te quiere.

Luego Eugenio se encargó de cerrar el negocio de las truchas por las notas, ya no estudiábamos, nuestra nota estaba asegurada; la tarde anterior del día en que el profesor Aparicio no venía a la escuela la profesora comunicaba a Eugenio del día de la pesca.

—Mañana somos pesca Perú. —Decía.

Éramos seis, Eugenio con sus tres amigos contemporáneos, mi hermano menor que no podíamos dejarlo para nada. Los días en que atrapamos una buena cantidad, Eugenio le sacaba algo de dinero a la profesora, que eran para chucherías en la tienda. Cuando estábamos de pesca, te imaginaras quien era el blanco de la chacota, cuando sacaban una trucha grande «Para tu suegra» y a la salida de las pequeñas «Para tu Sandrita». Un día mientras pescábamos, alguien pregunto.

—Un día estas solito y se te aparece Sandrita —dijo—, ¿Qué haces?

—Me lo tiro pe compare. —Conteste.

Se rieron a carcajadas. «Me dejo chico este chibolo», dijo uno. «Mírale al garañoncito» dijo otro.

—¿Cómo a Elvira? —Pregunto Eugenio.

—Yo no soy Javichu —dije—. Para padecer tanto.

Eugenio dejo su caña, se mató de la risa y se sentó, movía su cabeza, se mataba de la risa «Que tal chibolo para más pendejo» dijo.

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